LA CHARPA DEL AZABACHE

Sevilla tuvo que ser

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Ramón Valencia y Eduardo Canorea regentan el coso de la Maestranza desde hace 12 años, cuando heredaron la empresa al fallecer el recordado Diodoro Canorea.
Ramón Valencia y Eduardo Canorea regentan el coso de la Maestranza desde hace 12 años, cuando heredaron la empresa al fallecer el recordado Diodoro Canorea.

«…Hoy la empresa taurina de Sevilla la componen dos cuñados que desgobiernan su expendeduría con la suficiencia de quien vende zafiros a la sombra de un entoldado. Dos individuos cuya mutua y parental hoja de servicios pasa por ser hijo de y por haber casado con, respectivamente. Más que empresarios taurinos parecen el morcón y astroso sucedáneo de Los Serrano. Así luce hoy el patio de Sevilla, enmohecido y catarral, arrasado y estepario, vulgar y pedestre…»

Francisco Callejo.-

     Toda actividad cultural tiene su magma y su meca, su aspiración y su pulpa, su anhelo y su médula. No hay actor que en su incipiente agitación hamletiana no aspire al titilante temblor de las tumorales candilejas de Broadway, ni tenor al que no le tremole el sí bemol repercutido por el tafetán del patio de butacas de la Scala. De este modo, no hay torero que no dé pábulo a su insomnio sin pasear su vigilia por entre la deliciosa elíptica imperfección con que le crecen dependencias al costado a la Maestranza.

     Sevilla es plaza ceremonial, atrayente, tentadora y harpada, por lo que miente quien la omite de entre su prontuario de propósitos y empeños, generalmente estajanovistas de la inmediatez y víctimas de la prescripción. Suelen apelar estos a la supuesta magnificencia de Madrid, sin reparar en que constituye Las Ventas un atrabiliario nomenclátor de marroquinería y desusos que en toda esa barahúnda de pequeñeces y expósitos aturde a su clientela bajo una cantinela alfombrada de zoco.

     Sevilla es el escenario. Allí todo se conjura al veleidoso purpurear de abatidos soles apoyados en un brocal de Atlántidas cuyo antepecho atardece a Huelva. Es en Sevilla donde la Tauromaquia respira su prioral venero de ascendentes y precursores litógrafos de atemporalidades en sepia. En Sevilla es donde el toreo adquiere su rango de mitología agropecuaria y fundacional, donde un Guadalquivir contemplativo y estático pone humedales de cornucopia a esa Maestranza que eleva al cielo su catedral de adyacencias y su espadañal Giralda.

     Todo se conjura en Sevilla para reinvertir en belleza lo que en belleza derrocha. No obstante Sevilla, como toda forma de hermosura, es antojadiza y mudable, inconstante en sus designios y errática en sus caprichos. Pero también es víctima, en su caso, de su propia sugestión.

     Hoy la empresa taurina de Sevilla la componen dos cuñados que desgobiernan su expendeduría con la suficiencia de quien vende zafiros a la sombra de un entoldado. Dos individuos cuya mutua y parental hoja de servicios pasa por ser hijo de y por haber casado con, respectivamente. Triste e insuficiente bagaje que termina evidenciando que no les falta sino el correspondiente mandil, cigarrillo a expensas de consumirse en una última y furtiva calada, y un bolígrafo haciendo equilibrio en la zona postdorsal de la oreja, para dar la entera y pertinente medida de desaseados tenderos a que responden. Más que empresarios taurinos parecen el morcón y astroso sucedáneo de Los Serrano.

     Con estos mimbres, difícilmente puede echarse a andar una temporada que Sevilla precisa pasada a limpio a las amanecidas del año. Viven estos tipos de rendimientos y rentas que aún se deslizan por sobre la inercia de coruscantes y antañones feraces días, pero aquella Sevilla pizpireta y adamada hoy padece de una incipiente anorexia que es en lo que devienen las hermosuras desatendidas.

     Amenazan así con carteles impactantes como esa supuesta ‘encerrona’ de Manzanares con seis propiciatorias y pobres víctimas, cuyo único pecado es el de haber nacido bajo la constelación del signo Domecq. Y Sevilla, que por sobre fidelísima a filosofías y conceptos, es inopinada y leal amante de sus caprichos y veleidades, corre amartelada a esa hipotética tarde en que se sueña vesperal.

     Al fondo brilla el caracoleado cristal en que le hace volutas la miopía a Matilla. Una miopía, sin embargo, que no atenúa su rapaz visión de cercanías, porque esta temporada sevillana que ya sombrea su armazón en el afiche de Los Serrano, está pespunteada de epígrafes en los que suena la metálica y dineral caja registradora de Toño. Allí está Fandi ensanchando las riberas de una Feria reincidente y catastral; también José Mari, requebrando al paisanaje en tórrido romance de retama y enrejados; la ganadería de Hermanos García Jiménez que viene a ser a Sevilla lo que el cuñado tonto de un político de posibles a la administración; Ventura, con su aspaventero esportón de gestuales procacidades asomando la patita de su mordedor Morante al Domingo de Resurrección; y, cómo no, Padilla, un torero que renta a Toño y empresas afines dividendos de tan controvertido modo que bien podría abrir su caso un debate auspiciado por Informe Semanal, o por el mismísimo Benedicto XVI.

     Así luce hoy el patio de Sevilla, enmohecido y catarral, arrasado y estepario, vulgar y pedestre, tan sucio y descolocado administrativamente que nada más oportuno que la imagen mercadora y arancelaria de Los Serrano afilando los cuchillos con que abrirán las canales de una temporada asmática y afligida.

     Sevilla tuvo que ser. Esa Sevilla en la que permanecerán clavadas dos cruces con forma de talonario. Ay.


*Publicado en la web lacharpadelazabache.com

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