Faena histórica al toro de Concha y Sierra

Juan Belmonte y ‘Barbero’, cuando la Tauromaquia paró el tiempo de su historia

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Doble página gráfica de la prensa de la época sobre la histórica faena de Belmonte a 'Barbero'.
Doble página gráfica de la prensa de la época sobre la histórica faena de Belmonte a 'Barbero'.

Conocida es la costumbre que tenía Juan Belmonte de quitarse el sombrero cada vez que pasaba por delante de la casa de la familia de Concha y Sierra. Era su recuerdo y su homenaje a la histórica faena que le realizó en Madrid, en una corrida del Montepío de Toreros, al toro ‘Babero’ lidiado en sexto lugar.

Antonio Petit.-

     Conocida es la costumbre que tenía Juan Belmonte de quitarse el sombrero cada vez que pasaba por delante de la casa de la familia de Concha y Sierra, entonces habitada ya por la viuda del creador de esta ganadería. Era su recuerdo y su homenaje a la histórica faena que le realizó en Madrid, en una corrida del Montepío de Toreros, al toro ‘Barbero’ lidiado en sexto lugar. Para el gran genio del toreo siempre fue el momento culminante de su vida taurina. Y en efecto, los anales de la Fiesta la recuerdan como algo absolutamente excepcional. Era el 21 de junio de 1917 y el cartel lo completaban Rodolfo Gaona y Joselito. Era, en fin, la tarde en la que el público coreaba el grito de ‘los dos solos’, refiriéndose a sus compañeros de cartel. Hasta que salió ese sexto toro y cambió el cuadro.

     «Al entrar al tendido nos damos con Juan Belmonte. ¡Oh, casualidad; los años que nos quita de un golpe! Juan Belmonte, Corrida del Montepío de Toreros. ¡Qué evocación! ¿Te acuerdas, Juan? Eran también toros de Concha y Sierra. ¿Te acuerdas, Juan? Era el último toro. ¡Qué faena aquélla! Me acuerdo de aquellos pases naturales sin apoyar el estoque en la muleta, lo que les convierte en ayudados, sin dar el salto atrás, sino quieto, erguido, de mover el pie moverle hacia adelante, acompañando al toro muy toreado, como tú los dabas, como ya apenas se dan, y si se dan yo no los veo. Aquellos pases naturales, que teníamos como lo más difícil y lo más clásico y lo fundamental del toreo, por lo preciso, lo justo, y el riesgo de reducir la muleta a su mínima expresión. ¿Te acuerdas, Juan? Te dimos la oreja del toro, y estuvimos hablando de la faena más de una temporada. Y todavía, cuando se quiere citar algo extraordinario, decimos: la faena de Belmonte la tarde del Montepío. ¿Cuántos años hace? No, no me lo digas, que la gente suma. Me basta con recordar que tenías poco más de 20 años».

     Así escribía Gregorio Corrochano en las páginas de ABC el 3 de junio de 1933, como prólogo a su crónica de una nueva corrida del Montepío, que en esta ocasión torearon Manuel Jiménez ‘Chicuelo’, Nicanor Villalta y Domingo Ortega ante toros de Concha y Sierra, y actuando por delante como rejoneador Pepe Algabeño, que excepcionalmente dejó su retiro por una vez.

     Sin duda, el conocido escritor estaba rememorando su propia crónica de aquella efeméride ocurrida 16 años antes, publicada también las paginas de ABC, que escuetamente tituló: ‘Juan Belmonte’. De hecho, en lo que se podría considerar el prólogo de la crónica, Corrochano ya avisaba: «Yo me tenía por un hombre sereno, frío, inmutable. Ajeno a esa oleada de entusiasmos y rencores que sube del ruedo ruedo al tendido y baja barriendo como un mar en resaca del tendido al ruedo (…) Siempre creí que el narrador de una fiesta de pasión debe ser desapasionado, que el comentador de una lucha de bandería no debe pertenecer a ningún partido (…). Confieso mi flaqueza: ayer Belmonte me hizo perder mi serenidad. Por primera vez en mi vida he sido uno de tantos en el tendido».

     En esta tarde se lidiaron reses de tres ganaderías: dos de Gregorio Campos, uno de Salas y tres de Concha y Sierra. A Belmonte le correspondió en primer lugar uno de Campos y su segundo fue el de Concha y Sierra. Al referirse a este segundo toro, ‘Barbero’ de nombre, Corrochano comenzaba en estos términos: «Y salió el sexto y hubo quites divinos. Belmonte dio sus mejores recortes; Gaona su mejor lance con el capote a la espalda y el pecho entre los pitones, y José, dos lances suaves, lentos, largos, interminables, mejor aun que sus compañeros. El tercio de quites más bonito de la temporada».

     Teniendo en cuenta el ambiente creado con «los dos solos» dedicados a Gaona y José, más adelante escenifica el cronista la situación en términos rotundos: «Y allá va Belmonte, pobre torero, descartado de las grandes combinaciones porque no sabe banderillear. Se fue al toro, dolorido, sangrando, comiéndose las lágrimas y acaso preguntándose: ¿Pero es que ya no soy nadie?, ¿no tengo historia? ¿No he hecho nada en el toreo? ¡Si yo creía que en la última corrida que toreé en Madrid, en la de la Cruz Roja, había hecho algo! ¡Si a mí me parece que tuve mi tarde más completa! ¡Si yo creí que había toreado como yo sé torear y hasta había matado cono se acostumbra a matar, a un toro que tenía el peor defecto que puede tener para un matador, que es desarmar! Pero esto, ¿no fue una realidad? ¿Fue un sueño?», para a continuación responder a tales hipotéticas preguntas del torero: «Lo que fue un sueño fue lo de ayer, Belmonte».

      Y entramos ya en la faena. Su relato es digno de leerse de un tirón: «Con la mano en la izquierda giraba en un pase natural, los pies clavados, la cintura rota, y al rematar cogía al toro antes de abandonar los vuelos de la muleta y se lo pasaba al otro lado con un pase de pecho, más artístico, más valiente que el natural, y así, alternando estos dos ases admirables, base de todo el arte de torear, el torero creciéndose, superándose, mejorándose a sí ismo en cada lance, toreando hiperbólicamente, como nunca le vimos torear, hizo la faena justa, precisa, como la soñaron los grandes maestros».

     Realiza aquí Corrochano una especie de paréntesis para contextualizar lo visto: «El toro, noble, suave, pequeño, se prestaba a ello. No decimos esto para restar mérito sino para completar los elementos de juicio, que siempre creímos que en estas cosas tanto debe poner el torero como el toro, y todos los toreros no saben aprovechar los toros; si alguien lo duda le emitimos al primero de esta misma corrida».

     Cerradas estas matizaciones, retoma su relato donde lo había dejado, en aquellos monumentales pases al natural y de pecho: «Aquí fue cuando perdimos la serenidad. Nunca sentimos emoción igual. No emoción en el sentido de temer un percance, no; cuando se torea así, el primer deslumbrado y el primer sometido es el toro. Dio un gran pinchazo y media estocada superior, entrando a matar con estilo. Muérete torito, muérete ya. ¿Qué esperas? Mira que después de esto no deben admitir un pase más, que desde que hubo toros ninguno alcanzó honor igual al que acabas de alcanzar. Pero no se quiso morir y en vista de ello Belmonte lo descabelló. Los que antes gritaban a Gaona y Gallito, descartando a Belmonte, «los dos, los dos solos», se echaron al ruedo y le dieron una vuelta a hombros. La gente hablaba, hablaba, hablaba, no podía ni aplaudir, ni pedir la oreja, ni nada; aquello se había salido de lo corriente y de lo corriente se salía también la forma de admiración y entusiasmo«.

     Y cuando toma el tramo final de su relato. don Gregorio afirma: «Belmonte, transfigurándose, cambiando de estatura, de silueta, hasta de color, se borró a sí mismo. Nunca vi más arte puro, mas valentía natural, más dominio, mas estética. No hubo oropel. Relumbrón falso, comicidad. No toreaba para el público aficionado al efectismo, sino para el toro y para él. Ni siquiera creo que toreaba para nadie. Me pareció más bien que puso el punto final a la brillante historia de la tauromaquia. Después de esto, nada. No hay más allá».

     Dentro de esa especie de paroxismo en el que se encuentra, el cronista concluye en estos términos: «¡Cuánto siento tener que volver a los toros! ¡De qué buena gana me retiraría del tendido, para que otras tardes no vinieran a enturbiarme la visión que tengo de esta faena! Y cuando cruzara la calle de Alcalá a la hora de los toros, yo me acordaría de esta tarde, y cuando la gente me hablase de toreros que hicieran prodigios con la muleta, yo les contestaría maquinalmente: Ah, sí, Belmonte! ¡Juan Belmonte!».


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