TAUROLOGÍA

La hoja a la que el paso del tiempo no marchita

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Algunas imágenes del toreo del maestro sevillano Diego Puerta.
Algunas imágenes del toreo del maestro sevillano Diego Puerta.

«…Un año ya. Quién lo diría. Un año ya sin Diego, aquel niño del Cerro que se nos hizo universal gracias al arte del toreo. Viva sigue la memoria de su ejemplo de tantas tardes de triunfo, tantas tardes también de dolor, todo eso que le marcó en una vida intensa en la que sólo tuvo dos pasiones, o por mejor decir tres: su mujer y sus hijos, el toreo y su Sevilla…»

Antonio Petir Caro.-

     Un año ya. Quién lo diría. Un año ya sin Diego, aquel niño del Cerro que se nos hizo universal gracias al arte del toreo, que lo atesoró y mucho. Viva sigue la memoria de su ejemplo de tantas tardes de triunfo, tantas tardes también de dolor, todo eso que le marcó en una vida intensa en la que sólo tuvo dos pasiones, o por mejor decir tres: su mujer y sus hijos, el toreo y su Sevilla.

     Cuántas cosas vividas en sus 1.149 tardes en los ruedos, cuántas horas entre la incertidumbre del riesgo que esperaba a las cinco en punto de la tarde, pero también cuántas satisfacciones toreras y personales, que son las que llenan una vida. Por eso, cada día que pasa se agiganta su recuerdo en el sentir de los aficionados.

     Si miramos hacia atrás, de inmediato nace el recuerdo de aquella Sevilla de sus primeros pasos, cuando los aficionados estábamos pendientes de dos docenas de muchachos que apuntaban sus cosas. Detrás de cada uno de ellos se escondía una imponente historia, aunque después sus vidas taurinas discurrieran por cauces variopintos, así como distintos acabaron siendo los bordados de sus vestidos, pero todos sentían en lo más hondo una verdadera llamada por el toreo. Eran toreros.

     Pero luego, cuando había que vérselas con el toro, con los toreros de Sevilla se construía la base fundamental de las grandes ferias de postín: Puerta, Curro y Camino, y para colmo enseguida se les unió la figura de ‘El Viti’, para convertirse en el cuarto as de la baraja. Por entonces en el toreo mandaba la figura colosal de Antonio Ordoñez, pero basta repasar los carteles para darse cuenta lo que realmente era, lo que pesaba, aquel escalafón, en el que sin darnos un respiro de seguido irrumpió la figura rompedora de Manuel Benítez. El contexto, pues, no podía ser más soberbio, ni en sus comienzos novilleriles ni después de aquel día de San Miguel de 1958, cuando se doctoró. En ese marco se fraguó la carrera rectilínea y en no pocas veces hasta heroica de Diego.

     Desde luego, fruto de la casualidad no pudo ser, no lo fue, que Diego recorriera en plenitud de todo -de afición, de entrega, de fama, de contratos- ese camino que distaba desde aquella entrañable becerrada inicial de La Rinconada hasta la tarde memorable de aquel 12 de octubre, cuando nos dio la lección última y más difícil para quien vive las fiebres telúricas del toreo: la de retirarse a tiempo y para siempre. Y lo hizo como lo que siempre fue, una gran figura.

     Por más que se empeñara Gregorio Corrochano en quererlo convertir en el ‘Machaquito’ de la era moderna, tengo para mí que no estuvo ahí su secreto. Con mayor propiedad habría que fiarlo todo a una irrefrenable pasión por el arte del toreo, a la realidad de una vocación y una afición que pasó por encima los límites fríos de la lógica. De todo eso, menos de la simple casualidad, dependió que este Diego Puerta pudiera retirarse del toreo con el marchamo de una primera figura. Por eso, más se acercaba a la verdad histórica Antonio Díaz Cañabate, en aquella crónica magistral que tituló ‘Diego Puerta y La Zurriola’, que constituye el mejor compendio que justifica el paso de Puerta por los ruedos: era valor, desde luego; pero era, ante todo, casta y responsabilidad, unidas todas ellas de modo indisoluble con el arte. No encuentro palabras más atinadas y certeras para justificar su consagración en Tauromaquia.

     La historia, por lo demás, le da la razón al gran escritor madrileño. Recordemos dos o tres datos nada más. Su primera campaña ya como matador de toros tuvo su epicentro en Bilbao, con aquel cornalón tremendo que fue de los que quitan a uno de torero y del que salió con vida gracias a los rezos de su madre, sentada allí a la cabecera de su cama, y a las manos salvadoras del doctor San Sebastián. Fue un año duro, muy duro. Pero llegó el abril siguiente, la Feria de la faena épica con ‘Escobero’ y la faena grande, prácticamente construida toda sobre la mano izquierda, con el toro de Peralta, que había brindado a Juan Belmonte, y que al matarlo se llevó en el pitón parte de su camisola. En Bilbao se comprobó que a Diego sólo le quitaba del toro su libre voluntad; en Sevilla se vio que no era sólo valor, que también había arte, temple y sentido de lidia en sus muñecas. No es otra la conjunción que cantaba, años después, el maestro Cañabate.

     Desde luego, justo y hasta gratificante resulta recordar a Diego en la tarde abrileña y gloriosa del toro del marqués de Domecq, uno de los momentos más cumbre de toda su carrera; como alegra rememorar aquellas Puertas Grandes de Madrid, con la fuerza que tuvieron, o la adoración rendida que los pamploneses le rendían cada año por sus sanfermines… Pero, sinceramente, me quedo más con esas otras tardes casi anodinas, incluso de fracaso, que no fueron muchas la verdad, pero de las que siempre salió como en estampida, otra vez en su lucha, en su pasión. Era el ejemplo de la grandeza de ánimo, de la responsabilidad, de quien es bien consciente de lo que pesa sobre los hombros la historia grande del toreo. Y él la llevó sobre los suyos con especial empeño y hasta con mimo, como si de un costalero de San Bernardo se tratara con su Virgen del Refugio en un Miércoles Santo.

     Pero el maestro se nos fue, el 30 de noviembre de hace un año, para inscribir su nombre en los verdaderos Anales de la Tauromaquia. Sin embargo, su ausencia se nota. Entreviéndole tendido como sólo es posible en los cielos en ese blanco y amoroso quirófano de la Misericordia, que tan bien describió José María Requena con sus versos, aquí nos queda encendida la llama de una historia limpia, de un recuerdo, de una admiración, de una amistad. Queda, en fin, lo más perenne, la hoja a la que el paso del tiempo no marchita.


*Publicado en ABC-Sevilla.

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