Un nuevo Curro Durán torea en ‘El Toruño’

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1978

Curro quiere ser torero, y en ‘El Toruño’, donde pastan los toros de Guardiola, superó con creces su primer examen. Toreó y mató su primer becerro, un noble y bravo eral con el que mostró cualidades y calidades. Este otro Curro Durán sabe lo que quiere, y lo demostró en la plaza de tientas una cálida tarde de otoño entre los silencios y sonidos del campo bravo sevillano. Y se sintió torero.

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Manuel Viera.-

Tiene obsesión por la quietud. Y por el temple. Pilares básicos donde sustenta su toreo. Valor y talento no le faltan, y afición la tiene toda. Aprende el oficio con un excelente maestro, y asimila la técnica con la rapidez de los listos. Mató su primer becerro una soleada tarde de este templado otoño en ‘El Toruño’, en los pagos utreranos reserva de la bravura. Y allí, entre la historia viva de los toros de Guardiola, entre recuerdos y añoranzas expuestos sobre la blanca cal de las paredes del cortijo, se vistió de corto, como se vistieron y se visten figuras de entonces y de ahora, con el ritual y la despaciosidad de quien ya se siente torero.

Todo dispuesto

Y en la plaza todo dispuesto. Cinco amigos, no más, en el palco de invitados y otros tantos abajo, ocupando burladeros. Jaime Guardiola mandando desde su ‘trono’ de ganadero. Miguel a caballo frente a las corraletas de chiqueros. Ramón de Julio, fiel hombre de confianza, capote en mano para parar al becerro con los primeros lances. Dos ‘aficionadillos’ atentos y tapados en la tapia a la espera de que les caiga el regalo. Tomás Campuzano provocando ánimos al aspirante. Y Rafael Cuesta, Rafael García, Antonio Saavedra y Cristóbal Cruz, toreros también de a pie y a caballo, prestos a contemplar el primer espadazo en la vida de quien quiere, y puede, llegar. Y el maestro… preocupado y feliz a la vez.

Curro Durán le habla escondido tras la tronera del característico burladero de la plaza de tientas, le dice, le indica, le dicta su sabiduría… sin molestarle, con voz baja, como si sus palabras fuesen caricias para el hijo que asimila y obedece: «dale sitio, sitio, sitio… más cruzado, aún más, la muleta al hocico, más… que bese la tela… ¡vete!… despacio ¡ahí está! Déjalo que tome oxígeno…». Hasta que se oye el último consejo: «ya has hecho todo lo que tenías que hacer; ahora expresa tus sentimientos, haz lo que quieras, pero torea». Y el chiquillo de Curro toreó entre silencios de campo bravo, sólo rotos por el reburdear de un toro en la lejanía, el alegre piar de un gorrión buscando acomodo en la copa de un árbol o el ¡bieeeen! largo y hondo de diez privilegiados.

Quietud y temple

Este otro Curro Durán se fue a los medios y atornilló sus impolutos botos camperos al cuidado albero. Se quedó quieto, muy quieto, llamó la atención del eral con un simple giro de cabeza, le enseñó la tela, esperó el galope, y en el último segundo le cambió el viaje para hacérselo pasar, muy ajustado, por la espalda en una demostración de valor y torería. Siguió impávido y… otro más. Y otro… Mostró sapiencia con los terrenos, sitio para ligar los pases, torería en los adornos y, sobre todo, verdad. La verdad de un toreo sin alivios, despacio, largo, muy largo, ceñido, bien rematado, con ‘pellizco’, y sin mover un sólo músculo de su joven anatomía.

Francisco Damián Durán, este otro ‘Curro Durán’, toreó, claro que toreó, y lo hizo a placer sin dejar de interpretarlo con unas formas que le obsesionan: la quietud y el temple. Fueron trasteos largos, para demostrar y mostrar maneras. ¡Y qué maneras! Tanto a derecha como a izquierda. Con momentos emotivos, entre algún que otro desarme, que también los hubo, claro. Con naturales para parar el tiempo. Con ligazón. Y con valor, sobre todo valor. Entró a matar con decisión y por derecho, y aunque no pudo emplearse con el descabello, aprobó con nota alta su primer examen.

Una ligera y fresca brisa nos sacudió el cuerpo al abandonar la plaza. Hablamos de toros en sabrosa tertulia, de toreros y… de mayorales, del gran conocedor que tuvo esta casa. Quizá por ello, al cruzar el arco a la salida del cortijo miré de reojo el viejo despacho del mayoral, y tras el postigo del oscuro cuarto ví volar al viento sus viejos carteles de toros, y le ví a él contándome historias de nobles y bravos toros, de garrochistas, de vaqueros que encaraban a pie los ‘pedrajas’. Era don Luis, el último rey de los mayorales.

Caía la noche, y mientras dejaba atrás ‘El Toruño’, entre claroscuros, divisé la noble placidez de los toros de Guardiola. A uno de tan peculiar encaste, eral aún, un chiquillo de Utrera lo toreó a placer. Quiere ser torero. Para los que lo vimos, cuasi ya lo es.

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